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Wes Anderson vuelve con la nostálgica y encantadora “La crónica francesa”

Bill Murray, uno de los actores fetiche de Anderson. Un homenaje al oficio del periodismo escrito en forma de antología y el inmenso despliegue de toda su singular y reconocida destreza sobre las imágenes y la narrativa cinematográficas son los atractivos que el aclamado cineasta Wes Anderson ofrece con mucha melancolía y encanto en “La crónica francesa”, el décimo largometraje de su trayectoria que se estrena este jueves en salas de cine.

“Intentá que suene como si lo hubieras escrito así a propósito”, le dice Bill Murray en pantalla a algún redactor, repitiendo su mantra como editor en jefe de la revista fundada en Kansas que lleva el mismo nombre del título, con sede en la pequeña y ficticia ciudad francesa de Ennui-sur-Blasé en algún período indefinido de mediados del siglo XX.

En la redacción -un ambiente encuadrado cual casita de muñecas, entre las tantas marcas distintivas del realizador que se reúnen en esta ocasión- y en las historias que se cuentan circulan curiosos personajes interpretados por un elenco coral que también sigue la tradición. Aparecen como en pasarela viejos y no tan viejos conocidos como el mencionado Bill Murray, Owen Wilson, Jason Schwartzman, Tilda Swinton, Adrien Brody, Frances McDormand, Saoirse Ronan y Edward Norton.

Y además de contar con cameos de otros habitués de sus películas como Willem Dafoe, la nómina se completa con figuras que con esta producción dieron su primer paso en el mundo Anderson: Timothée Chalamet, Benicio del Toro, Stephen Park, Jeffrey Wright y la argelina-francesa Lyna Khoudri son parte de la lista.

Desde la pictórica estética a la que tiene acostumbradas a las audiencias y con sus recurrentes actores y actrices, “La crónica francesa” desarrolla un guion animado con un ritmo anclado en una narración dividida en capítulos, y un tono que por momentos roza lo onírico y mezcla lo exagerado, lo emocional y un característico y familiar humor apático.

La propuesta, muy inspirada por el gusto y amor del director por el estilo ingenioso de la prestigiosa y casi centenaria revista The New Yorker, comienza cuando la sorpresiva muerte del personaje encarnado por Murray, Arthur Howitzer Jr., pone en marcha la última tirada de la publicación. A modo de despedida, una composición con tres de las mejores crónicas de archivo sobre la vida en Ennui-sur-Blasé y un obituario final.

Tras una simpática y velocísima descripción del pueblo a cargo del periodista Herbsaint Sazerac (Wilson), la excéntrica selección comienza con el notable segmento “La obra maestra del hormigón”, un relato sobre la vida de Moses Rosenthaler (un impecable Del Toro), un pintor criminal encerrado en una prisión psiquiátrica, y sus particulares vínculos con Simone (Léa Seydoux), una guardiacárcel, y con el despiadado e interesado corredor de arte Julien Cadazio (Brody).

A la delirante apertura le sigue “Revisiones de un Manifiesto”, centrado en Lucinda Krementz (McDormand, la última ganadora del Oscar a Mejor actriz), una ensayista retraída y obsesiva que termina más involucrada de lo que esperaba entre las bases de una masiva huelga estudiantil liderada por los jóvenes Zeffirelli (Chalamet) y Juliette (Khoudri) durante los levantamientos de mayo del 68.

Adrien Brody, otro de los preferidos del director de 52 años. Por último, “El comedor privado del comisionado de policía” cierra con una bienvenida cuota de entretenimiento y aventura la trilogía de capítulos con el repaso de un preciso artículo de la pluma del crítico culinario Roebuck Wright (Wright, en uno de sus más destacados papeles) sobre su fortuita participación en un episodio de puro suspenso protagonizado por el teniente Nescaffier (Park), un chef de comisaría devenido en héroe durante un alborotado secuestro.

Se trata de una historia que se desenvuelve a través de todas las características que el director de “Los excéntricos Tenenbaum” (2001) y “Vida acuática” (2004) cultivó desde sus inicios en el rubro a mediados de los 90. Insistente pero cumplidor, sus métodos ya le valieron siete nominaciones en los premios de la Academia de Hollywood y el máximo Globo de Oro por “El gran hotel Budapest” (2014), y en esta nueva entrega los pone todos en funcionamiento y en simultáneo.

Quizá permitiéndose esta ambiciosa síntesis de recursos para marcar el que es su filme número diez, Anderson -de alguna manera en sintonía con la frase del Howitzer Jr. de la cinta- muestra más que nunca antes sus universos como si los hubiera filmado así “a propósito”: no oculta que son un artificio, con perspectivas exageradas, paletas limitadas y un abanico de personalidades socialmente incómodas que dicen más de lo que aparentan sobre las pasiones, sentimientos y comportamientos humanos.

Las películas de Wes Anderson tienen una inconfundible estética. Aunque el uso de sus recetas también tiene sus críticos y detractores que le endilgan una falta de frescura o novedad, en “La crónica francesa” el cineasta sabe explotar lo suficiente su dominio de las simetrías kubrickianas, el uso del color y el blanco y negro y los acercamientos caricaturescos sobre las que se desliza la serie de pintorescas secuencias acompañadas por una banda sonora creada por su compositor de cabecera, Alexandre Desplat, y con una fotografía a cargo de su colaborador estrella, Robert Yeoman.

En ese sentido, la película llega tres años después de la animada “Isla de perros” (2018) para reavivar sus pulcros cuadros -que implicaron la construcción de unos 130 sets diferentes planeados por Adam Stockhausen-, con cambios en el formato de las imágenes y un montaje rápido puesto al servicio de un retrato gracioso, tierno y con buenas dosis de nostalgia. Es decir, algo que el propio Anderson describió en declaraciones a la prensa tras confirmar la producción como “una carta de amor a los periodistas”.

Su esperado desembarco en salas locales ocurrirá a poco más de cuatro meses de tener un bien recibido estreno mundial en el Festival de Cine de Cannes en julio, como el que es posible e inesperadamente el trabajo trabajo más propio y esencial del director y como una apuesta por sostener -y no descansar en- el cóctel que lo llevó a transformarse en un ícono generacional en busca de hacerse con la aún discutida etiqueta de “autor”.

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