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Risas, llantos y el título más ansiado: el vertiginoso e inesperado año de Lionel Messi

Apenas 8 mil personas pueden entrar en el estadio Alcoraz donde la Sociedad Deportiva Huesca hace de local. Allí el 3 de enero y con camiseta amarilla, Lionel Messi todavía tenía la número 10, formaba el tridente de ataque con Ousmane Dembelé y Martin Braithwaite, todavía lo dirigía Ronald Koeman, todavía jugaba para el Barcelona, cumplía su partido 500 en LaLiga de España, ya había superado el sofocón del burofax que lo dejó tambaleando en el club de sus amores, gozaba del poder máximo ante la reciente renuncia de Bartomeu y se preparaba para ir a votar por primera vez en sus 20 años en la entidad catalana.

Su primer partido del año terminaba con triunfo 1-0, tres días más tarde, el día de Reyes, metió un doblete para ganar 3-2 en Sevilla y tres días después repitió los dos gritos en la goleada ante Granada.

En la otra punta del año, salta al estadio el Stade Moustoir para jugar el último partido de 2021, antes de armar las valijas y aterrizar en Rosario para pasar Navidad. Usa otra vez camiseta alternativa, es blanca y con el dorsal 30. Forma trío de ataque con sus compatriotas Mauro Icardi y Angel Di María, lo dirige Mauricio Pochettino, defiende los colores del París Saint Germain y empata 1-1 ante Lorient. Un detalle: cuando llega a su casa, además de su familia, ahora lo espera una réplica de la Copa América que ganó.

Messi, posando con Nasser Al Khelaifi, presidente del París Saint Germain. Foto: Xinhua

De punta a punta. Con menos brillo que otras veces, con menos goles que en otras temporadas, con escenas impensadas, cambios bruscos, llantos como nunca antes y una sonrisa nueva, públicamente inédita. Fue el año más extraordinario de la carrera de Messi.

Desde sus propias palabras, mientras acumulaba conquistas en Champions, en la Liga de España, alzaba Balones de Oro y superaba sus propios récords individuales, el crack argentino decía cambiar todo eso por un campeonato con la camiseta de la Selección. Por eso el click 2021 será inolvidable.

Por eso, cada cosa que ocurrió después del triunfo ante Brasil en el Maracaná (nada menos) el 10 de julio pasó por el matiz de esa conquista siempre postergada. Al haber agarrado la zanahoria que tanto se alejaba y parecía nunca quedar en sus manos, el personaje se dio el gusto de dar una vuelta de tuerca. Si Messi reconoce que ahora puede mirar a su mundo de otra manera, también el auditorio lo concibe con la relajación que ofrece el alivio del reconocimiento merecido.

Se viene el Mundial de Catar, claro. Podría ser su última chance en la cita máxima. O no. Pero el contexto previo mutó gracias a un 2021 vertiginoso, inesperado, soñado.

Tantas veces se dijo desde el púlpito mediático que el contexto argentino no era acorde a la magnitud de Messi, que llegó 2021 para darle un cachetazo a toda la cátedra. No solo terminó de desnudar que en Barcelona, o en cualquier club europeo, puede acumularse mugre debajo de la alfombra como ocurre en estas latitudes, sino que demostró que acá, puertas adentro del predio de Ezeiza, en un ambiente cálido, amistoso, cercano, con gestos genuinos que reflejaban escenas de felicidad adolescente al tiempo que en la cancha devolvían madurez colectiva, acá podía encontrar eso que allá ya no existe.

La familia Messi en vacaciones. Foto: Instagram @antonelaroccuzzo

Que podía ser Lionel Scaloni un puntal con menos currículum pero más calle que Ronald Koeman. Que podía ser Chiqui Tapia un sostén dirigencial y emocional mucho más confiable que Bartomeu o Laporta, dos presidentes que con estilos disímiles mostraron hilachas similares.

La paradoja del destino quiso que el 10 de marzo, Messi viviera su última frustración deportiva con el Barcelona en la cancha en la que ahora hace de local. Aquella vez, el París Saint Germain dejó en el camino al equipo culé en octavos de final de la Champions. Leo hizo un gol y erró un penal en el 1-1 de la revancha en Francia. La historia la había escrito una semana antes Mbappé con un concierto en el Camp Nou para el 4-1 que marcaba una nueva goleada en contra en el torneo fetiche para el crack argentino.

Levantó la Orejona en 2006, 2009, 2011 y 2015. Desde ese momento, Juventus los sacó con goleada en los cuartos de final, la Roma dio vuelta un partido épico para eliminarlo en la misma instancia al año siguiente, Liverpool hizo lo propio en semifinales, pasando del 0-3 en España al 4-0 histórico en Anfield. Y el golpe más humillante de todos llegó en agosto de 2020, en Lisboa por los cuartos de final de una edición que debió definirse a partido único por la pandemia, y en la que Bayern Múnich lo aplastó 8-2.

Esa catarata de frustraciones, sumadas al cambio de mando dirigencial en el club, el déficit financiero que salió a la luz por las restricciones que acarreó el coronavirus y gestos que detonaron el humor del vestuario como la salida ingrata de Luis Suárez, armaron el escenario para lo que hace altura, después de haber superado el bombazo del burofax, parecía impensado se tornara posible.

Luego de cambiar la historia del club, de gritar 672 goles y ganar 34 títulos, el club anunció la despedida con tres párrafos en los que detallaba que “a pesar de haberse llegado a un acuerdo entre el FC Barcelona y Leo Messi y con la clara intención de ambas partes de firmar un nuevo contrato en el día de hoy, no se podrá formalizar debido a obstáculos económicos y estructurales”.

La emoción de Messi en su conferencia de prensa de despedida del Barcelona. Foto: EFE/Andreu Dalmau

La noticia resultaba anacrónica. Llegaba en el momento en el que todas las piezas parecían haber encajado para dejar atrás los fantasmas de la ruptura y rubricar la extensión del vínculo que permitiera transitar juntos la recta final de una carrera inolvidable en el club que lo cobijó cuando nadie imaginaba lo que finalmente ocurrió, cuando ninguno sabía que Messi sería el mejor jugador del mundo y la figura más importante en la historia blaugrana.

Se dio, además, cuando Leo ya había vuelto a suelo catalán luego de sacarse la espina más grande de su carrera y levantar un trofeo con la camiseta de la Selección. Justo cuando su amigo Sergio Agüero lo esperaba dentro del plantel para dejar atrás los vaivenes recientes de un equipo que buscaba reciclarse. Cuando la relación con la dirigencia se había calmado con la llegada de Joan Laporta a la presidencia.

Luego se hizo escuchar la sorpresa de Messi y la tristeza de un hombre de 34 años que se iba de un lugar en el que pretendía quedarse para siempre. Las lágrimas en la conferencia con Antonela, Thiago, Mateo y Ciro en primera fila, y todos sus compañeros del Barcelona contemplando una salida histórica.

Decía Messi. “La familia iba a quedar patas arriba en su rutina y los chicos tendrían que cambiar de escuela. Era la primera vez que esto me pasaba en mi carrera. Habíamos decidido quedarnos en Barcelona hasta el final. Fue muy difícil, pero la prueba se pudo superar. No hubo más remedio que irnos. Me tuve que buscar otro club, porque no había suficientes recursos para renovarme. Cuando emitieron el comunicado empecé a preguntarme cómo me iba a recuperar”.

La revolución francesa cayó de maduro. Por los inversores qataríes que no tenían pruritos en sacar su billetera sin fondo, por los argentinos que lo esperaban en el equipo y por la ambición conjunta de apuntarle a la Champions con un equipo de súper estrellas.

El destino futbolístico del equipo por ahora va encima de una tómbola. Seguramente desfilará hacia el título en el certamen local, ya le sacó 13 puntos al escolta, gana cuando juega bien y no pierde cuando juega mal. Pero deberá dar la talla en Europa. Lo espera nada menos que el Real Madrid, en los octavos de la Liga de Campeones. Los millones invertidos por los qataríes tienen en ese trofeo su máximo objetivo.

El 27 de junio le marcó dos goles a Bolivia en el estadio Arena Pantanal de Cuiabá para cerrar la fase de grupos de la Copa América. Se cumplían cinco años del día en el que había dicho basta. También en una Copa América, tras la segunda frustración al hilo en la final contra Chile, desde Estados Unidos renunciaba a jugar en la Selección. “La decisión está tomada. Ya lo intenté mucho. Me duele más que a ninguno no poder ser campeón con la Argentina. Me voy sin poder conseguirlo”, soltaba entre lágrimas.

Ahora las lágrimas son de alegría. Y la sonrisa es nueva. Se tira a los pies en la última acción del partido y cuando el árbitro confirma que el maleficio se rompió, el crack quedó arrodillado, con las manos tapándose el rostro y generando un imán para todos los compañeros que se unieron en el abrazo.

“Necesitaba sacarme la espina y conseguir algo con la Selección. Sabía que en algún momento se iba a dar”, dice en el césped del Maracaná. Lo repite en el Monumental cuando el público argentino puede volver a las canchas y recibirlo campeón. Lo repite también en París cuando recibe su séptimo Balón de Oro.

La euforia de todo el equipo argentino, con Messi en el centro de la escena y la Copa América en alto. Foto: AP Photo/Bruna Prado

No lo logró en 2012 cuando metió 91 goles en 69 partidos, tampoco cuando se potenciaba en su club con el tridente de lujo que compartió con Suárez y Neymar ni en las mejores épocas con Pep Guardiola. Tampoco pudo con entrenadores de elite en la selección como el Tata Martino o Alejandro Sabella, ni con un perfil que asomaba revolucionario como el de Sampaoli ni con un motivador único como Maradona.

La espina se la sacó cuando el contexto se percibía como el menos acorde. Con turbulencias en el Barcelona y una transición cuestionada en la Argentina. Por eso el 2021 excede a lo ordinario para Messi. Incluso cuando su rutina habitual, mientras pasan los calendarios, se trate de mantener la vigencia de un futbolista para todos los tiempos.

El deseo para 2022 es obvio. 

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