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Fernando Peña, a 60 años de su nacimiento: el avión que cambió su vida y otras historias de película

Era hijo de la contradicción, de la verdad incómoda, a veces de la más brutal. Concebido en París durante una luna de miel en la que los progenitores decidieron finalmente separarse, Fernando Peña absorbió el absurdo y el contrasentido desde el útero.

Contaba que mamá Malena y papá Pepe discutieron por una infidelidad de él, los gritos de ella sonaron más hondos que la Marsellesa y la “sociedad” se terminó en Francia, antes de sumar un integrante.

El intento de reconciliación ocurrió en Uruguay. No hubo entendimiento, pero sí un acuerdo: ella se quedaría a vivir en Montevideo. Alquiló una casa en Carrasco y esperó que el vientre creciera. El 31 de enero de 1963, a las 00.05 brotó el bebé Peña, “día incómodo, hora incómoda -juzgaría Fernando en su biografía más tarde- , inoportuno, como siempre”.

Fernando Peña. /Leandro Monachesi Se crió con Pepe padre como visitante infaltable de los viernes a las 20. El hombre, periodista deportivo, viajaba desde Buenos Aires, a donde volvía los lunes por la mañana. 

El primer juguete que le obsequió fue un avión Lufthansa a Dínamo, algo “fálico”- ironizaba Fernando- que terminó siendo su medio de transporte y de vida. Como comisario de a bordo fue descubierto por Lalo Mir en un vuelo y ese encuentro lo condenó dulcemente a la radio. Lalo escuchó un tono cubano por parlante, pidió conocer a esa azafata y apareció un tal Peña.

Fernando era en sí mismo un avión. Un pájaro del aire, de la radio, de la tele, un monumento a la libertad, al riesgo. A veces despegaba con furia, a veces atravesaba tormentas eléctricas, a veces aterrizaba forzosamente y coqueteaba con la muerte. Tenía alas.

Peña de niño. A 60 años de su nacimiento, ese espíritu autoproclamado “mezcla de Cristóbal Colón con Alejandro Magno” sobrevuela el estudio de Del Plata, de Metro, de Rock & Pop, de Mitre, de Continental, de Nacional, de todas las emisoras en las que deformó la voz, exorcizó fantasmas y sembró personajes.

Hablan en presente sus amigos, sus vecinos, sus enemigos. Nadie recuerda demasiado que el 17 de junio de 2009 murió. Si hasta ese día, sus más íntimos tenían la sensación de que iba a levantarse del cajón, a apuntarlos con sus ojos fuera de órbita para gritarles: ‘Se la creyeron’.

“Una despedida con alegría, y música electrónica, con lentejuelas y una botella de whisky”, narraba la nota de Clarín sobre su velatorio en la Legislatura porteña. A la distancia muchos recuerdan ese ritual  como surrealista. “Era un desfile constante de personajes, un chamán, un político, un actor, una ex pareja, yo fui más occidental y lo lloré”, revive su gran amigo Juan Butvilofsky, periodista de TN.

“Buti” le sostuvo la mano en una de las últimas sesiones de quimioterapia a la que lo acompañó junto a María Laura Santillán y recibió sus cenizas en la radio días después. “María, la señora que trabajaba en su casa, llevó el cofre y lo dejamos un rato ahí. Hay foto junto a la urna. Fue algo grotesco, funcional al tipo de humor del programa El parquímetro, que cumplía 10 años. Él se hubiera matado de la risa”.

Fernando Peña como comisario de abordo. Embarque, aduana y escalas  “El lunes empieza este chico que hace voces con Lalo, dale una mano”, le advirtió en 1999 el director de Radio Metro -Luis Serres- a Javier Bravo, operador, sin imaginar el tendal de cartas del COMFER que llegarían luego.

El conductor Ari Paluch tuvo que ver con aquel desembarco.  Bravo, que ahora reproduce el momento minutos antes del “cumpleaños” 60 de Peña, siente un escalofrío. “Había que animarse a poner en una radio a un tipo así. Lo primero que pensé era ‘este viene a hacer vocecitas’. Mirá en la bestia que se convirtió”.

“El primer personaje que salió al aire fue Palito (Rubén Ramón Sixto Alegre, un pibe de origen humilde, con calle y picardía). De a poco fueron apareciendo otros. La realidad era que él no hacía más que sacar lo que tenía adentro, todos sus personajes eran una parte de él, pero él le daba a eso una forma artística”, considera Bravo, que suma una anécdota. “A los dos meses de su debut un día falté al programa y lo escuché desde casa. Ya había empezado la interacción de personajes, la recuperación del radioteatro. Entendí que estaba haciendo algo que no existía, había que darle desde la operación una forma, un decorado”.

El primer año de Metro trabajaron sin libreto junto al locutor Luis Pesiney. “Fernando siempre me respetó y permitió que yo modificara desde el sonido las historias. Era como si yo le tirara pelotitas a sus malabares. Si le tiraba un piano, él lo hacía sonar”.

Fernando Peña en el avión en sus épocas de empleado de aerolínea. Lalo Mir fue en 1994 el gran “guardador” del secreto. ‘Por favor, no digas en la radio que Milagritos soy yo porque me echan de la aerolínea’, le suplicó FP después de que Mir corriera una cortina y descubriera que la mujer que hablaba en el avión no era una mujer. Ahí se le prendió la lamparita a Lalo: “¿Por qué no venís y hacés esto en la radio?’.

Era 1994, Lalo conducía Tutti Frutti, por Del Plata y así irrumpió Milagros López, con grabaciones en casetes que hacía desde “la nave”.

Pese a esa fama de difícil, solía hacer amigos en cualquier parte. “Yo lo conocí en el baño”, se ríe Butvilofsky, que recuerda que la primera charla, en 1999, se dio “de mingitorio a mingitorio”. Peña le quiso comprar el collar de alpaca importado de Cancún que llevaba puesto el joven periodista que trabajaba en Radio América, quien se cruzaba al estudio de Metro a escucharlo.

Con el tiempo y el cruce de caminos laborales brotó la amistad, llegó el sorpresivo debut de Butvilofsky en teatro por decisión de Peña, que lo invitó a sumarse a Esquizopeña, en el Xirgu. También llegaron los viajes compartidos.

“Me quedo con lo chiquito, como los dos esquiando solos en Bariloche, desde donde hicimos El Parquímetro. Era mi juguete preferido, yo me caía y él me hablaba como su personaje Sabino y yo me descostillaba. Después, en la tapa de ese domingo de Perfil salió una foto y el título ‘Peña con su nuevo novio, Pampi’. Me confundieron, pero no me importó. Alguna vez me escribió que yo, periodista del mismo rubro que su viejo, lo había hecho reconciliar con ese padre”, suma Butvilofsky.

En escena en la obra “Ni la más puta”, en el Atlas de Mar del Plata Amaba la vida de hotel cinco estrellas, se escapaba a uno cada vez que la vida lo agobiaba. Escribía mucho y en cualquier formato porque “escribir es explicarse” y él muchas veces no podía entenderse ni lograr que lo entendieran.

Sentía que la vida de obrero de avión le había enseñado a ponerse frente a lo que no conocían sus vecinos oligárquicos de San Isidro, “cuidar bolsas de ano contranatura, transportar delicadamente cenizas de muertos”.

Amaba a los perros y en oportunidades convivía con “pichichos” de a media docena”. En sus libros sostenía cruel que “las parejas no duran más que diez encamadas”, y pasaba sus sesiones de terapia intentando desanudar eso de ser “obra de un par de desenamorados, de una pareja helada”.

Peña, el inabarcable El que se mudó a Buenos Aires a los 7, el que se tiñó de rubio con manzanilla a los 13, el estudiante de Psicología por tres años, sufrió una pérdida temprana que desestabilizó a la familia. Su hermanita, nacida con problemas de crecimiento, murió al año y medio, antes de la pérdida del siguiente embarazo de Malena y del nacimiento del menor, Federico.

“Mamá lo descuidó a Fer en sus primeros años de vida”, confiesa Federico en el libro Puto lindo, de Diego Scott. “No sabía cómo criar a una bebé así, se asustó, no se hablaba del tema en la familia”. Siempre existió la duda de que esa niña no hubiera muerto, que hubiera sido llevada a un monasterio para sortear el “qué dirán”.

Peña en 2003, en una producción de fotos de Clarín. (Archivo Clarín). Todo eso era Peña y eso no alcanza para contarlo. Un mes antes de morir el ex profesor de inglés protagonizaba Diálogo de una prostituta con su cliente. Cada función se la dedicaba como homenaje a su madre actriz, Malena Mendizábal y a su otra “madre”, la abuela materna Gloria Bayardo, que actuó junto a Mirtha Legrand en El tercer beso (1942) y lo crió a base de “Lorca y Juan Ramón Jiménez”. Fue ella la influencia actoral más determinante. “Sin arte, yo hubiera sido un puto triste”.

La urna con las cenizas de su madre era un objeto cercano para Peña: la mantenía en el living. “Recuerdo que en 2004, en épocas de radio KSK, tuve que armar el estudio en su casa y cuando fui a retirar los equipos y a desarmar todo me topé con esa urna. Llegué e pensar que era merca y no quise tener problemas con ese objeto que estaba ahí y le avisé a María: ‘no sé qué es esto’. Ella me explicó”, narra Lucas Ribaudo, que fue su productor durante un lustro. “Si él estaba triste metía la mano y la acariciaba”.

Ribaudo había ido a pedirle trabajo y la petición terminó siendo un safari. “En 2004 le dejé un CD con mis trabajos en la puerta de la radio y me dejó un mensaje. Me dijo que le encantaba lo que hacía, que tomáramos un café”, evoca. “Me citó en un bar frente al Hipódromo de San Isidro, pero no pudimos reunirnos porque le pasaron mal el horario. Finalmente me pidió que pensara ideas para su programa, y le dejé un sobre con un CD en el que grabé a decenas de voces, como Betty Elizalde”.

“La producción no me llamaba. Volví a verlo en la puerta de la radio y me comentó que no había escuchado nada. Así que dejé mi Torino estacionado y me subí, sin conocerlo, a su Peugeot 306, rumbo a Aeroparque, porque él se iba a Mar del Plata. En el camino fue escuchando el CD con mi trabajo. Le encantó. Antes de su check-in me pagó un taxi para que me volviera y así empecé a trabajar con él”, recapitula Ribaudo.

Nadando en San Martín de los Andes. Entre las mil vidas condensadas en una, Peña tuvo varios capítulos como ciudadano de los Estados Unidos y “prostituto en Nueva York”. Se negaba a la palabra “provocador” y pedía reemplazarla por “batidor”. Sigue siendo en boca de quienes lo construyen como el gran pez, tal vez un gran fabulador al estilo Tim Burton. En una oportunidad le confesó a Jorge Lanata que tenía un hijo perdido. “No le voy a cagar la vida a un pibe presentándome”.

Escucharlo en viejas grabaciones, o leerlo en sus libros (Gracias por volar conmigo y A que no te animás a leer esto) es toparse con vivencias como “la muerte de Nora”, ese cadáver que había había aparecido envuelto en cintas de embalaje amarillas con el nombre de la aerolínea y la leyenda ‘frágil’. 

Parecía siempre en el precipicio. Caminante por la borda, trapecista, equilibrista. Lo suyo era la altura y la cornisa. Pudo lo que muchos no: arrojarse y flotar. Suspenderse para siempre en el aire.

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